Era una noche sin estrellas, de esas que acongojan la respiración, al tiempo que le abren los sentidos al alma. Silencio, temperatura suave, con el solo tintineo entre el viento que se deslizaba entre las pencas de unas sinuosas curvas de la carretera que bordeaba, respetuosa, la montaña.

Su baile serpenteante dibujaba una escalera de asfalto extrañamente bella, estratificada, como el tipo de plantación autóctona de la isla. Entre lo burdo y bucólico. Como una brizna de hierba con luces navideñas. La estampa de incómoda decadencia atractiva solo se rompía por el resplandor repentino de unas luces blancas que alumbraban ladera abajo de forma discontinua, acompasada por el rugir de rabia contenido de un motor. Haciendo que la fantasía del paisaje chocara contra las olas de realidad.

Las luces se hicieron más habituales y el sonido más presente. Hasta que un M3 negro despuntó en silueta desde la parte de arriba. Bajaba con seguridad por una estrecha carretera bañada por la tierra de las plataneras colindantes, hasta llegar a una de las curvas más cerradas del tramo. Tan solo un par de matas secas y los terrenos baldíos debían esperarles. Quizás algún conejo desubicado o la parte que quedara de él después de haber tenido mala fortuna al cruzar. Pero ese día pasó algo más.

Fundido con la inmensidad de la nada; provocando que hasta el propio tiempo se estremeciera un instante, aguardando para verlo, emergió una cruz de piedra de considerable tamaño delante del coche

Golpe a plomo y seco contra la luna delantera. Frenazo. Silencio, calma tensa y dos haces de luz era lo único que vestía la estampa. El lugar permaneció impertérrito, como si nada hubiera ocurrido hasta que 3 bultos que salen desde los lados. Dos por la izquierda, otro por la derecha, adquiriendo forma humana y gritos guturales ininteligibles al acercarse al coche. Son tres chavales, portan cuchillos, uno de ellos una especie de palo, hacen aspavientos para que los ocupantes del vehículo salgan.

Una leve apertura de la puerta del copiloto descorcha un fogonazo seco por la izquierda. Otro por la derecha a continuación. Que estremecen con una explosión el mensaje infructuoso de los improvisados ladrones. Calma, silencio total salvo por el cantar de un grillo lejano.

El tercer asaltante corre despavorido, dejando un cuchillo jamonero tras de sí, incrédulo de lo que acaba de ocurrir en escasos segundos. Antes de poder pedir auxilio, escucha otro petardeo, su grito queda ahogado en el dolor de la bala que se ha alojado en el gemelo. Cae al suelo del dolor, un tipo se acerca, el muchacho intenta articular palabra, que es interrumpida por la trayectoria de una nueva bala, ahora alojada en su córtex prefrontal. Silencio.

Los únicos testigos de aquello son la luna llena y algún lagarto intrépido entre los riscos. Si algún vecino de las fincas colindantes ha escuchado algo, se encierra con llave, nadie ha visto nada.

El tipo se da la vuelta, dejando el cadáver y reguero de sangre tras de sí. Esta se expande emanando apacible, pero constante, como la sequía que se ha ido adueñando del paisaje poco a poco. Ha disparado desde la suficiente distancia, no ha salpicado, nada ha pasado.

Pone el seguro, vuelve al coche, entra al asiento trasero. El conductor retira la pesada cruz de una agrietada, aunque aún firme, luna. Se la tira al chaval contiguo sin ni siquiera prestar atención. Arrancan, continúan impávidos su marcha.

Era una noche sin estrellas, de esas que acongojan la respiración, al tiempo que le abren los sentidos al alma, cuando los cadáveres de los 3 chicos del pueblo adornaron el firme de la carrera. Silencio, temperatura suave, con el solo tintineo entre el viento que se deslizaba entre las pencas de unas sinuosas curvas de una carretera que bordeaba, respetuosa, la montaña.

Listos, listos, no eran los chavales

Para tirar cohetes en la NASA no estaban, desde luego. Si a esto le sumamos que, cuando el diablo se aburre, mata moscas con el rabo, la idea feliz de robar la suntuosa cruz de piedra de la pequeña ermita al salir del pueblo se les presentó como la elucubración grandilocuente de unos bobos en patinete.

¿Para qué? Para hacerse los chulos. Porque sí. Porque en verano no hay nada más que hacer, obvio. Así que esperaron, escondidos, a las beatas de la cofradía de las santas insultonas (las viejas del pueblo) terminaran su paseo nocturno y movimientos a lo Power Ranger religioso persignándose delante de las velas, para escabullirse hasta el cristal protector de la reliquia de 2ª B, romperlo y hacerse con un mazacote de piedra a duras penas tallado.

La fama de la escabechina no tardó en propagarse por el pueblo (que más parecía celebrar tener algo que contar), así como la múltiple rumorología que amerita un caso así: Satánicos, espíritus y unos gamberros fueron las tres hipótesis más sostenidas.

Entre ellas, la derivación de una supuesta “Pandilla Sangre” (como todos los naming de pacotilla pueblerinos, qué vergüenza que te robe alguien denominado así) que se dedicaba a esperar en los cruces para tirarte la cruz y robarte aprovechando el tumulto. Una suerte de Santa Compaña del materialismo.

Los muchachos, encantados de haberse conocido, se recreaban en su gesta del evento del año para el pueblo. Y como no sabían qué hacer con semejante pedrolo, se dispusieron a hacerle caso a las buenas gentes de los mentideros. La idea de usarla para asaltar coches de guiris que pasaran, ocultos en la pleitesía nocturna (ellos no lo expresaron así) les pareció un plan sin fisuras.

Decidieron que la mejor ruta era la que conectaba con el pueblo de la playa, escarpada, con poca visibilidad entre zonas y fácil para huir a pie. Eligieron una de las curvas cerradas y allí se fueron, decidiendo que al siguiente coche que pasara, subiendo o bajando, le aventarían el mazacote encima y amenazarían con piedras al conductor para que les entregara la cartera.

Los idiotas son como las llamadas de telemarketing, aparecen en los momentos más inoportunos. Y es que los rumores del pueblo habían exacerbado el ánimo emprendedor y otro grupo de descerebrados habían robado una segunda cruz, que el párroco del pueblo se había apresurado a sustituir. Una ermita sin cruz era como un niño sin película de Kurosawa o Israel. Un proyecto fallido.

Así que, sin saberlo, los muchachos tenían competencia. Que se puso dos curvas arriba. Perpetró el plan sin fisuras, dejando, paradójicamente, fisurada la luna delantera del coche al que asaltó. Que acabo recibiendo, para sorpresa de su conductor, un segundo “cruzazo”.

El cristal debilitado cedió, el canto de la piedra se le incrustó en la frente al conductor, la sangre brotó como los gritos de dolor y consternación del pobre diablo que sufrió no uno, sino dos planes infalibles en una sola noche, y cundió el pánico. Los muchachos, asustados, acabaron llamando a la policía. Que acudió para asistir a una escena berlanguiana, de esas que solo pasa en los pueblos, donde como nunca pasa nada, los acontecimientos se acumulan para explayarse de golpe.

El golpe de gracia fue que la policía, al bajar del pueblo hacia la costa para atender al aviso, se encontró con unos tipos caminando por el arcén, un bulto enorme que intentaban esconder sin éxito bajo una toalla y una prisa inusitada a las 3 a.m. Eso y que la policía del pueblo suele parar siempre a los negros. La xenofobia también.

¿Total? Pleno de detenciones, ambulancias, historias bizarras paralelas para el folclore del pueblo y padres avergonzados por los zotes de sus hijos, dándose golpes de pecho

Dos planes sin fisuras consecutivos tuvieron que ser suficientes

Pero a los muchachos los seguía sin llamar la NASA y algo tenían que hacer…

Llegaron a la conclusión de que el error estuvo en tener competencia y no en la fatídica idea de usar la balística contra un desconocido en marcha. Esta vez se pondrían en la primera curva, verían al coche entrar desde arriba y se asegurarían de que todo estaba correcto en la última recta. Ahora sí, desde el ánimo cochambroso de: “Rumasa me estafó, pero Nueva Rumasa será totalmente diferente”. Al fin y al cabo, malo sería que esta vez no fuera bien. En una noche perfecta cono aquella: oscura, una noche sin estrellas…

Después de aquello el “respeto, que no miedo, pero algo hay” se apoderó del pueblo.

Las tres cruces lucen todavía hoy en la Ermita del Calvario, testigos físicas de una maldición a quien ose afanarlas.

Hasta los ateos dudan y conceden que si es verdad que hay un Dios, desde luego es bastante sibilino y mordaz con sus castigos. Ya lo avisa el afamado libro florentino: “Divina Comedia”.

 

Más formas de apoyar el contenido