Morirse – Cuando lo contrario a vivir es convivir
Cada día me siento inmersa en un bucle subversivo que más tiene que ver con el icono, apropiado por los incels a tropelía, “El club de la lucha”, que con un sano devenir de jornadas. Mi vida cotidiana es mecánica. Dictada por una autodisciplina que me impongo por miedo a caer en un vórtice de caos, hedonismo y rabia.
Pienso, planifico, ejecuto. He de hacer lo que hay que hacer por performar una superviviencia vital que, ni siquiera, sé si lograré alcanzar. Mi raciocinio me dice: “claudica, esto no va a ninguna parte”. El sentido común compartido me empuja a tener una esperanza descorazonadora. Frustrante, incluso.
Llega la noche, con ella la veda abierta de poder ser humana. A los artífices de la originalidad, el oxígeno, la pasión candente. Me lanzo a descubrir qué nuevo capítulo escribiré hoy con una desconocida, quizás con una amiga de toda la vida, un contacto olvidado. Sin prejuicios. Solo una concatenación de sucesos que se suceden sucesivamente. Cada noche una actuación de la que la privacidad de la oscuridad es el único público. No cabe panóptico, solo el instante onírico en puro presente
Si alguien quiere ser buena redactora, que se abra Tinder (O la que sea. “Tinder” es como el “Tipex”; aúna una marca por el todo). La confabulación amalgamada entre aleatoriedad, improvisación, desinhibición y necesidad de impacto es el mayor catalizador para la creatividad que conozco.
Ahí estoy yo. Pregúntame, temiéndome, siendo francas, que el contexto fagocite el texto. Que ya no pueda, ni quiera, otra cosa que no sea esto. El problema de sentirse una extraña visitante recurrente del paraíso es que luego no valen otros planetas.
¿La verdad?
La única verdad no construida es que no soporto el mundo. Debo ser engañada. Con una alegoría etílica que ahogo en los ímpetus innovadores de cuanto permite mi trabajo. En follar de mil formas (a veces hasta con sexo) con mujeres cuyas experiencias sé que nunca se repetirán. Levantándome a las 4 a.m solo a fin de sentir el convencionalismo del silencio; del paso del animal al cuento. Contener el tiempo mientras admiro los instantes efímeros de la cotidianidad, obviados en un océano marchito de ejecución.
Me gusta ser una rarita. Me gusta echar el freno, prenguntándome quién y qué soy. Si solo me diera dos placeres serían: El de irme cuando quiero. El derecho a la barbaridad; al agnosticismo, a escuchar sin juzgar por el camino.
A menudo pienso en el suicidio, creo que hablar de él evita cometerlo. Quiero vivir, me gusta vivir, si algo amo por encima de todo es vivir. Aunque lo contrario a la vida no es la muerte, sino convivir. Eso sí que obliga a matar, incluso de forma perenne, demasiadas partes maravillosas del alma.
Así, pienso en el suicidio no como el acto de saltar con intención de acabar con los procesos homeostáticos. Sino como esa manía por diezmar el deseo, purgar de alegría el llanto, emprender una acometida sempiterna hacia la despersonalización.
Su sombra no deja de ser prolífica. Por eso, más que evitarlo, habría que aplazarlo en contrato indefinido. Darle de comer lo suficiente a sus contrapartes para que aún quede algo por decir en tintero que ancle las ganas de seguir volando. De seguir queriendo hacer. De apasionarse y apasionar siendo singular
Imagen de portada: Ryan Gagnon
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