Ruido
[Rescatado del 09-06-2019]
No me gusta lo que estudio. Frustración. Rabia. Pena. Eso es lo que me provoca. A veces llego a casa y lloro, me exaspera que nos hagan tirar el tiempo al lodazal.
Adoro mi profesión, diría (y he dicho en incontables ocasiones) que forma parte intrínseca de mi persona. Adoro y vivo la Comunicación en todas sus vertientes de una manera apasionada y proactiva. Nunca paro de pensar en ella, todo es ella y siempre hay algo nuevo que crear, que generar, que mover, ¡Que reinventar! Realmente, el trabajo es mi vida, nada me hace más feliz. La manera más eficaz que conozco de reflexionar, pensar y expresar al mundo. Lo necesito en mi día a día para esbozar una sonrisa. Mas, paradójicamente, odio de manera profunda los estudios (de comunicación) que estoy cursando. Debería estar más contenta que un cura en una guardería, pero no. No lo estoy. De mi afecto nace el dolor.
Cuando comenzaron las clases hace 3 semanas lo que me encontré es un puñado de profesionales, la mayoría, bienintencionados que válgales dios si saben qué cojones están perpetrando ahí tres horas diarias de lección de lunes a viernes. El sueño de una maruja de verano incitando a profesionales hechos y derechos a transigir, con pleitesía, la legitimación de mensajes que venden escuelita, mendacidad y esperpento pérfido hacia la profesión. Las intenciones no son, ni mucho menos, malvadas. Sin embargo, el resultado en formas y maneras no pueden ser más ineptas. ¿Los perfiles?, triste y recurrentemente familiares en las escuelas de comunicación:
- Algún personaje cuyas investigaciones se sitúan al nivel de la caja de arena de un gato. De esos que oyeron resoplar el viento a lo lejos y se pusieron a tocar la pandereta al unísono. Que últimamente no es que anden desganados, no. Es que todo el mundo ha oído nombrar de su nombre, aunque nadie tenga la más remota idea de qué hace ahí. ¿El resultado? Lógico e ilógico al nivel de ineptitud que se espera. De empecinarse en lo obvio (de hace 40 años) y decir que llueve mientras se ve perfectamente al que micciona desde arriba. Y si le pregunta usted por el razonamiento interno de tal afirmación, pistacho.
- Los típicos señores con realmente buenas intenciones, ideas y conocimientos atados a cuerda de hilo de pescar aceroso, mediante 1/28 de jornada y chusco de pan por estipendio. “Pobre hombre…”, se dice una al presenciar semejante calamidad ultrajada.
- A los que están para decir que están, pero tampoco es que estén mucho. No se enteran ni de la mitad de las cosas que están pasando, como diría cierto cómico malasañero y moderdonio. Son buena gente y competentes, oiga, no obstante, ni puta idea de ni cómo se llama su asignatura. Yo tampoco lo sabría, porque entre tanta burocracia y plan de estudios lo que se estudia es más bien limitadito tirando a etéreo. No saben lo que hace el resto, y si lo saben, anteojeras y hacia delante a muerte. Destilando el mismo aire nacional-patriótico al que tanto rédito se le saca estos días (el pitillo y la patria chica han vuelto). Que más vale presumir que deconstruir. “Si el resto son buenos también, sí hombre sí… sí…, sí…” al quinto ya casi cuela.
- Los vendemotos. Que sí señora, que sí. Que usted hace las cosas así porque le conviene para seguir contratada a final de mes en su empresa. Ahora, no me venga intentando que compre que la tierra es plana, o que el hambre es buena porque adelgaza. Si andas de taxista no eres piloto, por mucho que manejes un coche y trabajes con los tiempos. A las cosas por su nombre y punto. Solo así dignas son.
- Los puteados, al de las novatadas a lo académico. ¿Has llegado de nuevas? “Surprise, bitch!” Te vas a comer las sobras del caniche. Así de simple. Una, empática, reza para que no acaben como ninguno de los 4 anteriores.
No me creo que esté protestando por esta mierda otra vez, y lo hago. Ya me gustaría poner el foco en otros ámbitos. Nuevamente la educación vuelve a hacer gala de haber perdido el norte. La forma le gana la partida al fondo y aún nos preguntamos por qué se precariza, tanto, el sector. Señores, se trata de formar a profesionales, a adultos, a personas con mentes amuebladas e inquietud con la posibilidad de construir un espacio progresiva y conceptualmente más próspero. Si un sistema limita, pese a que solo sea un ápice, esa llama, enviándola por el desagüe de los desperdicios, el modelo ha de cambiar.
Es hora de introducir dinámicas transversales y no segmentaciones de materias. De hacer partícipes a los propios receptores en el plan de estudios. Llegan tiempos de debates, participación libre y menos condescendencias a partir de ejercicio vacuo por semana por tener de dónde evaluar. Menos estudio de “el caso” más plastificado que la cara de un muñeco de Mattel y más pensar la esfera pública.
Lo dije hace ya un tiempo en otra de mis esquelas, ni es lógico ni de recibo que una chavala de 5 y otra de 25 se rijan por el mismo sistema conceptual de “escucha y traga”. Que está bien cuando hay mucho que interiorizar, el problema (actual) llega en el momento en el que la que está sentada abajo tiene mucho más que decir que la voz del púlpito estéril. ¡Por dios!, que estamos tratando con profesionales formados y años de experiencia. No se trata de quitar a uno para quitar a otro, nada de recambios, sino más bien de reajustar el eje de la transmisión para dejar de sintonizar ruido. Hablemos, dialoguemos, sobre todo escuchémonos, de verdad. Activamente, nada de “buenas prácticas” de silicona, sin tolerancias, sin transigencia. Respetémonos.
Porque de eso se trata, respeto. Tú, como enseñante, sabes algo que yo no (se supone), puede que yo sepa algo más sobre ello a la postre que tú, en paralelo o complementariamente. No cabe un “eso no va aquí, no me vengas con mierdas de otras corrientes de pensamiento, prohibido la comida de fuera porque esto es Esparta”. Puede que el siglo pasado sí. Mas, las generaciones actuales rechazamos instintivamente el poder por el poder. La admiración se gana al mismo momento y grado que la autoridad. Una universidad no va de alumnos y profesores, va de conocimiento fluyendo sin cortapisas independientemente de la dirección del flujo. No se emula, se genera. Cualquier plan de estudios que no comprenda esto, nace muerto.
Ese es el conocimiento más aplicable. El que cuenta con valor en sí mismo, el que no vale para absolutamente nada. El que no sirve a un acotado fin y es libre de acostarse en cualquier cama. A ejecutar aprende hasta un brazo con buenos algoritmos fluyendo por sus cables, para pensar se necesitan apellidos detrás de un nombre. Reivindiquemos el valor del pensamiento teórico. Por él llevo abogando desde que tengo uso de razón, la base de cualquier innovación vertida de la desobediencia en forma y músculo.
Del mismo modo que no queremos llamar y que nos conteste un robot con voz metálica, no queremos educación burocratizada. “Párese un momento y reflexione 1 minuto antes de abrir la boca” es lo que yo reclamo. ¿Es esto lo que nos lleva, realmente, al objetivo final, o hemos sido presas de nuestras propias lucecitas de colores que van desde el calendario, hasta las competencias de intentar sacarle filo a la rueda?
Por último, desechemos la idea de que, cuantas más horas de clase, mejor. No es cierto eso de que “cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político“, pero eso es lo que se destila en las clases últimamente. Tiempo, tiempo perdido, tiempo incomprensible, tiempo estipulado, tiempo cobrado. Un galimatías ilógico que se sustenta exclusivamente en su tradición. Lleguemos, hablemos y vayámonos en su momento. Quizás haya ocasiones en las que se ameriten 3 horas, claro que ni todos los platos tienen la misma duración de cocción, ni todos los temas conceptuales se cocinan igual.
Hace unos meses, como tantas otras estudiantes al acabar la carrera, decidí continuar mi formación reglada mediante estudios de postgrado. Todo el mundo sabe que desde que te bajas del carro reengancharse es sustancialmente más complicado. Básicamente, el estado ya no te beca, independientemente de lo bueno que sea tu expediente, o lo mala que sea tu situación económica. En mi caso se juntaban las dos cuestiones, casualidades o hados. La cosa fue que mediante apurados aprietos de calendarios impuestos tuve que elegir un máster aún sin terminar el grado. Error. No había finiquitado lo uno cuando se te pide plena atención al otro.
En mi caso, y tras investigarlo, decidí matricularme en un máster de comunicación organizacional. El “lado oscuro” si se prefiere, como se le llama (des)cariñosamente en mi gremio. Mi alma máter siempre ha sido el Periodismo, aunque, también, como hija del siglo XXI no lo entienda sin las dinámicas de cercanía, creatividad, impacto o informalidad de otras ramas. Creo en el ejercicio integralmente potente, el que no les hace ascos a los instrumentos sino a las intenciones. Creí que ampliar miras sería realmente constructivo. A pesar de arrepentirme enormemente de elegir estos estudios en concreto, lo sigo haciendo.
El siglo XXI prevalecerá y los esqueletos en polvo se convertirán. Que no nos entierren vivas con ellos
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