¿Se debe separar la obra del artista?

No son pocas las veces que hemos oído, cuestionado o emprendido un debate con la siguiente pregunta: ¿se debe separar la obra del artista? Es posible que esto se lo debamos a los nuevos espectadores.
El léxico que se haya utilizado para poder formular una cuestión como esta es lo de menos. Aquí tenemos el melón todavía jugoso, llamándonos a dar el primer cuchillazo. Las personas que conforman la figura del público. Estos que se muestran espectantes y ansioso por oír las primeras pinceladas de la polémica.
Bien. Agarrad fuerte el cuchillo, ya sea para ir despedazando la fruta o para pronunciar el primer tajo sobre mi cabeza. Aquí comienza mi primera aportación en el siguiente texto: ¿ese es el título que debe llevar este debate?, ¿qué es lo que verdaderamente queremos resaltar con esta disputa?
¿Qué pasa si no se consumen productos culturales?
Son muchas las formas que tiene el arte. Siendo honesta, solo voy a destripar levemente la función del espectador dentro del cine. Pese a ello, intuyo que la participación del público a la hora de interactuar con la pintura, la fotografía o, por ejemplo, la literatura no debería ser muy diferente. Pero esto es solo una intuición.
A efectos prácticos, podríamos contestar a esta pregunta que se formula en el enunciado de la siguiente manera: si consumimos un producto cultural (de forma legal, por supuesto) estamos aportando un capital del que se va a beneficiar el creador. La solución a esta disyuntiva es tan sencilla como el hecho de no querer acceder a participar en esta suma de capital. Sin embargo, este debate nunca acaba aquí, ¿verdad?
Y, por otro lado, sigue sin ser un planteamiento tan básico debido a que estaríamos decidiendo libremente no ayudar a productoras, distribuidoras, salas de cine, peones de la industria, etc.
La posición de los nuevos espectadores en el debate
Hay que analizar un concepto no tan revelador: La audiencia se ha vuelto un elemento semiótico más dentro de la narración artística.
Los nuevos espectadores no se han limitado a quedarse como receptores de un mensaje ajenos a ellos. Han subido ficticios peldaños para posicionarse más allá. Quieren estar a la altura de productores, directores o guionistas… Creen que son parte de la creación.
Hablemos del séptimo arte. Desde hace décadas, distintos estudios semióticos han tratado de desglosar todos los elementos que puedes encontrar en un filme: causalidad, tiempo, estructura narrativa, tipos de narrador, etc.
Sin embargo, el paso del tiempo y la implicación del público revolucionaron, o complicaron, como lo queramos llamar, estos análisis, ofreciéndole una importancia que se puede llegar a ver, sin darnos cuenta, en el propio proceso de producción del producto cultural. No me malinterpretéis, no estoy afirmando (ni negando) que esto sea un despropósito o algo erróneo.
Me reitero acerca de mi última frase: posicionarse a la altura de los distintos peldaños que conforman una estructura de cualquier tipo, sin pertenecer a ellos, sin ser del mismo material, es arrogante e indeseable.
Una de las implicaciones de esta última afirmación reside en que, si convertimos a un ser humano en un símbolo lingüístico, nos vemos obligados a aceptar todo lo que lo compone y lo define como parte de la interacción y del mensaje del arte. Y, sinceramente, esto es una locura.
Los nuevos espectadores y la ética de bares
Hasta un narcisista se pregunta alguna vez en su vida si es buena persona. Existe un pánico irracional a que alguien pueda afirmarnos: no, no lo eres.
¿Por qué íbamos a dejar eso a un lado cuando vemos una película? Nos hemos convertido en los nuevos espectadores. Ese eje crítico y devoto que ahora forma una figura semejante a la de un director dentro de un filme. No queremos ser Roman Polanski. Ni volver a pasar miedo con Rosemary’s Baby, ni angustiarnos con los extraños sucesos que atormentan a Trelkovsky en Le locataire, ¿quién iba a querer volver a alabar Chinatown? ¿Cómo vamos a hacer cualquier cosa, por mínima que sea, que nos acerque y nos asome a la realidad de ese monstruo? Sorpresa: esto no lo piensas. Esto es solo una fachada para no dejar de ser buena persona.
Con el mismo interés y devoción que los nuevos espectadores se animan a cuestionar y a juzgar desde su formación crítica, me encantaría hablar de como A propósito de nada de Woody Allen, quien ya sabemos que no es un santo, ha sido un éxito en ventas. Nuestra hiriente y rotunda oratoria se hunde ante sucesos como estos. Me hace pensar en la cantidad de personas que se indignan mientras sostienen su cerveza. En aquellos twitteros que, detrás de una pantalla, quieren demostrar ser mejor persona (o lo que imaginan que es ser mejor persona). A su vez, como seres invisibles y protegidos por la oscuridad de su habitación devoran estos productos con ansia y curiosidad.
Quizás, imaginan que si estos secretos se quedan bajo llave dentro del silencios de los dormitorios, el dedo que señala y juzga sin piedad no se posará en el monstruo que estamos demostrando ser al disfrutar de los párrafos de un libro o las composiciones que componen las secuencias. No destrozas una ética que, por lo pronto podría ser (y es) ficticia, por querer preguntarte un por qué, por buscar una forma de entender cómo se han desarrollado los episodios de la vida de una persona miserable o por disfrutar visual o narrativa de una obra de arte.
Y ahora te pregunto: ¿se debe separar la obra del artista?, ¿es que acaso alguna vez estuvieron unidas?, ¿o es que necesitábamos poder dejar claro lo buenas personas que somos ante quienes nos escuchan o nos leen?
La violencia como ente intrínseco
Párate un segundo a pensar en la cantidad de veces que has podido ver Funny Games. En esa rabia que emanaba dentro de ti cuando “le dan a rebobinar”. Recuerda las veces que has disfrutado de películas violentas solo por el hecho de que no sabemos qué es lo que hace realmente ese director, con el que podemos identificarnos, porque no es mala persona.
This is England, American History X, por no nombrar cualquier película en la que vemos sufrir a los nazis porque claro, ellos siempre van a ser los malos y podemos alimentar nuestra ética sabiendo que, al odiarles, nosotros seremos los buenos.
Cuando contemplamos una obra de arte somos, y seremos siempre, los receptores de un mensaje ajeno a nosotros. No importa si podremos adaptarlo a quienes somos o a nuestros sucesos vitales, pero nunca será una parte nuestra, no es una creación de la que formemos parte en su núcleo, en su nacimiento.
Por ello, la violencia que albergamos y que, de mayor o menor manera, ocultamos, no se expondrá a salir a la luz. Sigamos indignándonos en casa, con amigos, en el bar o por redes sociales. Eso nunca nos convertirá en mejores personas. Pero nos congratula saber que no nos hará peores.
Imagen de portada: Mason Kimbarovsky