El botón AV del mando a distancia
[Rescatado del 27-10-19]
Equis
En mi casa jamás faltó un pad. Jugar a la consola, o la maquinita como siempre se obcecó en llamar mi madre, era una actividad social. Me atrevería a decir que al mismo nivel educativo que pintar, leer o sumar llevando. Algunos de mis mejores recuerdos de la infancia pasan por una Nintendo 64 con el Mario o el Zelda encartuchados, una Gameboy Pocket chupando pilas a pares, o el viejo Pentium de mi abuelo corriendo un MAME ante la incredulidad de tener tantos juegos a disposición.
Prácticamente nunca jugaba sola. Hacerlo, pues, se convertía en una manera historificada de pasar tiempo con familiares mayores. Me encantaba pasar tiempo con gente adulta. La narrativa y las dinámicas de juego nos unían. Solventaban la barrera convencionalizada de la edad, evocando nuevas realidades que se convertían en una terapia realmente prolífica para alguien como yo.
Lo jugué a (casi) todo de PS2. Llegó en las navidades de 2001 a mi casa. No sabía, ni siquiera, que existía cuando había entrado de lleno en la segunda generación de consolas que tocaría. De su retrocompatibilidad comenzó mi amor por los Spyros, los Harry Potter (los que no tenían presupuesto para doblar a todos los personajes y algún que otro niño NPC tenía la voz de un viejo), Sheep Dog N’ Wolf, los Crash Bandicoot…
Sí, los juegos de PSX eran más baratos que los de PS2. A mí, tierna e inocente, me la sudaba, sudadísima, la generación concreta. Valoraba los juegos, simplemente, por la capacidad de divertirme. Una premisa muy elemental que con el cambio de década hemos obviado todos un poco.
Posteriormente le tocó el turno a Jack and Daxter, God of War (ya era medio mayor de edad, literalmente), el endiabladamente difícil Los Increíbles, Destroy All Humans, Vice City, San Andreas (que no se me permitían tanto, pero, como tantos otros chavales de mi generación, los probé flipándolo como de ningún modo antes lo había hecho. Menudo chute).
Aunque por entonces jugaba en solitario gran parte del tiempo, muchas de las dinámicas de antaño prevalecían. Mi manera de entender los videojuegos, más que como un “pasatiempo” vacío, se enfocaba en una forma de conectar con las ideas creativas que otros habían preparado previamente y me permitían ser partícipe directa.
Saltar y volar
Una propuesta que me invitaba a reflexionar en cómo había pensado el autor, hasta dónde podía llegar su retorcido razonamiento a la hora de ocultar secretos, u ofrecer soluciones a la historia. Así, no solo jugaba a lo que jugaba, sino a todos los títulos paralelos que me montaba a base de “y si” hago esto o lo otro, “y si” hubiera sido así…
No me gustaban ni los títulos en primera persona, ni, excesivamente, los deportivos. Me exasperaba que los medios generalistas hablaran burdamente sobre ocio electrónico. Tenía frita a mi madre con que las televisiones debían contratar a gente que supiera para hablar de videojuegos. Paradojas de la vida, actualmente cualquiera tiene a su disposición a un periodista especializado por 4 uvas, ergo, esa precarización me cabrea a un nivel posterior.
Por esa época devoraba las revistas del momento, una de las mejores cosas que había era la de poder aunar mi amor por los videojuegos con la pasión por la lectura. La más asidua en casa era la Revista PlayStation Oficial, ¡Las demos!, oro. Las rejugaba cientos de veces a base de “reseteo”. Marca genuina de los niños de los 90´s.
De la oficial pasé a la “100% no oficial”, la mítica Playmanía. Fue ahí, sobre 2004, cuando comencé a reconocer nombres propios de la industria periodística. Me comencé a interesar por quién hacía qué. La primera y última página, con los créditos, cobraban mayor valor que el de hacer bulto. De entre todos, me quedé con el nombre de Daniel Acal.
Quién me diría que, con el tiempo, acabaría entrevistándole yo a él y tomándome algún que otro café hablando del sector. Un tipo sensacionalmente interesante, por cierto. De hecho, fue la primera entrevista que realicé, la que con especial cariño recuerdo. Con la que me sentí toda una profesional (sin ser yo nada de eso). No obstante, no sería hasta mucho después, continúo que desvarío.
Cuadrado
Corría el verano de 2006, finales de julio, me sonó el móvil. “¿Qué número de serie tenemos en la Play?”, me preguntó una voz al otro lado. Tras un par de llamadas después todo quedó dilucidado. Al par de semanas teníamos un cacharro que emulaba la tapa frontal de la PS2, apertura superior, dos discos. CD y DVD de Swap Magic 3. La piratería había llegado a mi casa.
Era lo suficientemente madura como para saber que no estaba bien, al punto de no ir aireándolo por ahí, ni contárselo a nadie explícitamente. También conocía de sobra el típico slogan de “la piratería es mala” de turno, si bien no llegaba a empatizar del todo. Lo percibía más como la típica campaña de sermoneamiento pueril, apastelado, encefaloplano de “hay que compartir, queriendo al otro para ser todos amiguitos”. Asimismo, todos lo hacían.
Es decir, nadie lo hacía, no obstante, todos lo harían. Nadie lo hace, pese a que todos quieren hacerlo. Un placer culpable como el de desayunar helado. Ahora lo entiendo diferente, claro. La clave radica en empatizar, poner cara a los creadores de ese contenido. Cuando también creas cosas y quieres que, honestamente, se te reconozcan. Personificar dejando de ver meros materiales.
Hace muchos años que no pirateo un juego, quizás sí algún libro cuando mi economía no me lo permite, o no lo encuentro en las bibliotecas. No sin la firme convicción de intentar comprarlo en cuanto pueda. Creo firmemente en el libre fluir de la cultura. Soy pobre de cuna, proletaria a mucha honra. No por ello estimo que ciertos elementos culturales deban quedar fuera del alcance de nadie. Por otra parte, también creo, igual de acérrimamente, en la honestidad personal. Si algún día tomas sin pedir permiso, al siguiente debe dar sin que te sea pedido.
Si mañana soy yo a la que le “piratean” por falta de recursos, hasta les facilitaría que lo hicieran. Porque, al igual que personalmente no dejé de piratear cuando pude, sino cuando quise al entender su magnitud ética. Creo que no se dejará de hacer hasta que la sociedad libremente decida no hacerlo. Confío en construir y abogar por una población que sepa retribuir de buena gana a sus benefactores. Por la cuenta que nos trae a todos.
Súper-embestida
Actualmente está muy cristalino, pero con 10 años la piratería es como que tu madre te venga a buscar al cole para hacer peñas. Mola porque te abre la puerta a una infinidad de sensaciones explosivamente placenteras.
Así, llegué a jugar a más de 300 juegos, la etapa dorada de la segunda generación de Sony. Comencé a probar hasta géneros que no había tocado en mi vida, luego descubrí que me encantaban. Cada día había un título o dos nuevos en casa. Hasta admito que la Playmanía se comenzó a usar como catálogo de descarga de las mejores entregas pasadas.
Mentiría si no dijese que fue una gran etapa en lo “videojueguil” con anécdotas divertidas por doquier. Como la alfombra que quemamos jugando al Saints to Seiya, las coñas entorno a los juegos extrañísimos, o las carreras por ocultar que nos habíamos pasado la tarde jugando cuando mi madre regresaba de trabajar. Sí, jugué a muchos juegos, fue la hostia.
Mas, lo que recuerdo con mayor fulgor es el ambiente cálido y festivo que alegraba cualquier entorno mustio de alrededor. También la sensación de compañía mutua, el entorno singularmente compartido de, por ejemplo, ir a comprar los juegos en asociación y teatrillo cuando aún no teníamos la consola pirateada. Menuda regateadora era con apenas 10 años en el hindú al que íbamos a comprarlos (en Canarias la electrónica era cosa de los hindús hasta la llegada de Mediamark and Co).
Círculo
A pesar de lo que puede parece a priori, ni me volví una caprichosa, ni una impaciente. Me sentía afortunada. Y es que, por el contrario, siempre me soltaron los caprichos con mucha dilación.
Valoré cada uno de los regalos que me hicieron. Jamás tuve nada de salida, tampoco lo pedía. Interioricé que las cosas tardaban en cocerse. Aquello me hacía ilusionarme muchísimo por ellas, imaginarme cómo sería tenerlas disfrutando del ensoñamiento. Luego, cuando caían, eran tan geniales.
La PSP no vino hasta 2008, internet se retrasó hasta el año siguiente. La PS3 se pospuso hasta 2010, tuve internet en el móvil por primera vez en 2013, la PS4 la tengo hace apenas dos años (esa ya sí que me la compré yo, en 2018).
Con los videojuegos, la adolescencia fue una amalgama entre lo esperado, en conjunción a la espera activa mientras veía mil videos, no paraba de leer sobre las últimas noticias, recababa información y le daba vueltas a todo. Otra manera de exprimir, al máximo, el ocio electrónico. También de valorar el esfuerzo de su obtención, de otorgar de presencia histórica a todos y cada uno de los productos en este aspecto.
Echar Fuego
El día que me regalaron la PS3, por ejemplo, fue uno de los mejores de mi vida. Mi hermano llegó a casa después de todas las navidades ingresado en el hospital. Tenía 3 semanas, casi muere. “Un virus en el área de neonatos” dijeron. “¡Hijos de puta!” contestamos. Sí, yo ya había visto fortuitamente la caja escondida en casa, no me hacía demasiada ilusión dadas las circunstancias, exageré mi júbilo aquel día de reyes, sentía que les debía a mis padres algo de alegría.
Por los hados, o simple azarosa casualidad fortuita, Mateo volvió a casa ese mismo día. Así que no puedo ver una PS3-Slim sin recordar el carrito entrando por el pasillo, mientras soltaba el mando, con el Uncharted 2 en marcha, para correr a verlo.
Nos regalaron otra PS3 ese año, mismo pack, fue un familiar, regalazo. Joder, de ninguna a dos. Obviamente la devolvimos para recuperar la pasta, ese dinero nos iba a venir que te cagas para el repecho habitual en enero. Nunca entenderé que la gente se gaste lo que no tiene en Navidad. Desde que me independicé no he vivido una “cuesta de enero”, ya vivo en cuesta el resto del año como para exacerbarla.
Desde el principio dije que no quería más juegos, que como mucho 1 o 2 platinium por tener variedad, si eso. Que estaba feliz con el del pack de la consola, no necesitaba una gran colección. Como siempre en temas de la índole, ni puto caso. Chorro de juegos, alguno que ni quería. Algunos cogieron polvo hasta que vendí, obligada por las circunstancias, esa misma PS3 que tantas historias me trajo.
La misma con la que pasé muchos ratos geniales, descubrí el online, flipé con los gráficos, las nuevas dinámicas jugables (no sabes que quieres un mando inalámbrico hasta que lo tienes). La generación evolucionaba tal y como yo lo hacía también. Una curiosa y recelosa metáfora la de ver en perspectiva tu vida en torno a las generaciones de Sony.
Triángulo
Me vine a Madrid a vivir en 2015, una muy larga historia que solo la gente íntima conoce. Una única maleta, recursos para sobrevivir apenas 2 meses, junto a unas ganas loquísimas de estudiar y deslomarme a trabajar para conseguirlo. Vendí, casi que, tirada de precio, a la bonica de la PS3 para alargar un poco los fondos reservados.
Aún hoy lo sufro, es complicado practicar el desprendimiento aún cuando se trata de servir a bienes ulteriores. Siento que no solo me tuve que deshacer de algo material, sino de todo un símbolo de los momentos, de las experiencias que viví mientras me acompañó. Fue la que menos tiempo estuvo conmigo, pero curiosamente a la que más cariño le guardo. Creo que lo volvería a hacer, ya tan solo por poder evocarle ese aire romántico de la despedida.
Gilipolleces aparte, me sirvió para contribuir a labrarme un futuro mejor. Ni de lejos sabía la magnitud de mi decisión que ahora aplaudo. De alguna manera fue la corroboración de la entrada en la vida adulta. El hacer algo que no quieres en pos de un interés supeditado. Una cábala reflexionada, un salto de fe. Un golpe de realidad fría, enaltecedora.
Aterrizar tras el vuelo
Ahí podría haber acabado mi relación con los videojuegos, un pasatiempo infantil que se abandona cual púgil se desquita la grasa para dar el peso final. Sin embargo, siempre fueron un eje profundo. Aún sin consola ni nada que se le pareciese, puesto que la patatilla, inusitadamente resistente, que tenía por portátil corría el buscaminas como top, seguía sintiendo la seducción del ocio digital. Nunca dejé de interesarme, de sentir su magnetismo atractivo.
No jugaba, no obstante, me rodeaba de gente que sí lo hacía a muy diversos niveles. Periodistas, gente de productoras, desarrolladores… Vender la consola para venirme a Madrid había significado dejar de jugar, al mismo tiempo que me posicionaba más cerca de los videojuegos que antes.
Comencé a ir a congresos, a ferias, a entrevistar a empleados en el sector. Conocí a no pocos emprendedores que buscaban darle la vuelta al panorama, empapándome del fabuloso éxtasis de la “cara b”. Todo ello me sirvió de gran crecimiento. Aunque sin duda el mayor rédito salió de los cafés off the record, de las rondas de cañas en las noches sin fin. Los grandes avances siempre se terminan de consolidar con menaje en la mano.
“Me atrae bastante el periodismo de videojuegos como profesión”, le dije en una ocasión a un invitado al que entrevistaba. “Tú vales más que esta mierda”, me contestó. Pensándolo, no sé si me dijo aquello por halagarme gratuitamente, porque andaba hastiado tras muchos años, o una mezcla de ambas. Lo cierto es que le encontré sinceridad bienintencionada a aquellas palabras.
No es que me desanimara, ni mucho menos. Al final si alguien persigue algo lo hace por encima de opiniones y hasta la realidad misma. El resultado final es más ajeno que propio, el camino, al contrario, siempre es algo puramente singular e íntimo. Sin embargo, no, al final no me decanté por el periodismo de videojuegos. Quién sabe si en algún momento del futuro.
Pad
Es curioso, al menos a mí me lo parece, que el hecho de ahondar en la industria me escorara progresivamente hacia otras disciplinas. Comencé a interesarme singularmente por la fotografía, la animación y los diseños de detrás. Por los guiones o la semiótica de la narratividad. También por las relaciones entre compañías, corporativismo, engagement con el público. Por sus efectos, su valor artístico y contacto con el frame de su tiempo.
Me pasé los circuitos, desbloqueando una nueva campaña para conducirlos al revés, en un modo a través del espejo. Hoy mi sueño fallido de ser redactora de videojuegos se ve superado por mi realidad profesional. Vendí mi PS3 abstracta nuevamente, sí. Tuve que asumir que quizás no viviría mis desechados deseos. Mas, lo cierto es que en este momento tengo cosas imprescindibles en mi vida personal y profesional de las que hace un puñado de años ni sabía de su existencia.
La magnitud de mi camino supera con creces los pequeños anhelos de provincias del principio. Puede que en algún momento mi sendero profesional pase por estos lares. Podría ser interesante. Sin embargo, lo verdaderamente importante, lo que nadie podrá negarme jamás serán los pasos conscientes tras la historia.
Sigo siendo aquella niña que se imaginaba más allá de la pantalla, aplicado a su profesión en aspiraciones. He pasado del concreto “qué” a los cuestionadores “por qué” y el “cómo”. Creo que nos iría mejor si todos volviéramos a visitarlos con la mentalidad madura. El crecimiento es circular cual voluta.
Nuevo Dualshock
Ahora tengo una modesta PS4 en mi habitación. También una Nintendo Switch con el Animal Crossing. Apenas atesoro 8 juegos, la mayoría de segunda mano. Acabo uno, lo cambio por otro. A no ser que les coja un cariño especial. No desperdicio títulos, ni se quedan en una estantería cogiendo polvo. No tengo tanto tiempo como antes, el jugar es una oportunidad, más que nunca, para acercarme a la cuidada selección identitaria de un autor.
Jugar se ha convertido en un beber. Poco, prolongado entre tiempo, si bien, de calidad y presencia consciente. Con la misma índole cultural que contemplar un Goya, en conjunción al cuidado informal de una niña de 2 años comiendo sandía.
Lo videojuegos han jugado un papel fundamental en mi desarrollo, otra parte de mi persona. Me han traído a mucha gente maravillosa, oportunidades apasionantes de descubrir otras realidades. A veces introduciéndome en su universo, ora invadiendo suculentamente el mío.
Me definen porque han evolucionado conmigo, con la generación a la que pertenezco. Como instrumento cultural vertebrador de una segura heterogeneidad conjuntamente compartida. La oportunidad de significar, resignificando cada producto que se consume.
O puede que simplemente sean un desquite para desligar la barredera entre lo real-evocado, un “machacabotones” satisfactorio, simplón, tautológico. También vale, porque, como todas las cosas realmente importantes de este mundo, no hay que tomárselas del todo en serio.
Son lo que son, da un poco igual lo que sean. Lo que importa verdaderamente es quiénes somos nosotros y qué sacamos de ellos.